martes, 25 de octubre de 2016

Cuando nuestros hijos hablen

Es ley de vida. Cuando tienes un hijo quieres lo mejor para él o ella. Aspiras a que sean tu prolongación hacia la eternidad. Tu conexión con las futuras generaciones. Algo que va mucho más allá del reemplazo generacional. Quieres que sean lo más felices que se pueda ser. Que visiten sitios que tú nunca conociste. Que saboreen platos que ni te imaginaste. Que dispongan del mayor abanico de posibilidades para elegir. Y que vivan experiencias que ni soñaste.
Pero por el camino, esos bellos deseos se desvirtúan. Y a veces confundimos la felicidad de la vida, con la felicidad de aquélla que no pudimos vivir. Y les deseas los mayores éxitos profesionales. Que ganen un sueldo mucho mayor que el tuyo. Que toquen las melodías que  nunca pudiste tocar. Que se conviertan en el Messi que nunca pudiste ser, o en el presidente de la multinacional que siempre anhelaste. Que tengan más coches que tú. Más casas que tú. Más admiradores que tú. Más fama que tú. Más poder que tú...
Y en ese recorrido, vamos metiendo a nuestros hijos en una campana de cristal para que nadie los lastime durante ese recorrido que les hemos preparado. Que el viento, la lluvia, el sol abrasador o el frío más gélido no les puedan afectar. Y nuestra deseos para ellos nos acaban cegando, y no vemos su marchitamiento. Se acomodan a ese habitáculo acristalado que hemos dispuesto para ellos, al que llamamos "vida", haciéndoles creer que eso es vivir. Y les dejamos pocas opciones para que vivan de verdad, para que vuelen en libertad.
Sin embargo, nuestros hijos están llamados a algo muy grande. Algo mucho mayor que nuestros mejores deseos para ellos. Nuestros deseos, lo queramos o no, están condicionados por nuestras propias frustraciones y por lo que nos gustaría haber vivido pero no pudimos. Ellos están llamados a hacer presente nuestro futuro. A hacer realidad un mundo diferente para vivir. Y en ese mundo no valen las campanas de cristal, sean paternas o maternas. No valen los habitáculos a prueba de bombas o de terremotos. En ese mundo sólo cabe vida, vida y más vida. Sí, también con tropezones. Sí, también con drama. Sí, también con dolor.
Nuestro hijo mayor se encuentra ahora al otro lado del Océano, y por una larga temporada. Demasiado lejos para abrazarle cuando él o nosotros lo necesitamos. Demasiado lejos para campanas de cristal o habitáculos almohadillados. Demasiado lejos para sentirse eclipsado por las expectativas de unos padres. Quizás por ello, va floreciendo. Con sus meteduras de pata. Con sus errores y sus aciertos. Va floreciendo como lo que son todos nuestros hijos: semillas de un mundo nuevo. Y cuando empieza a volar, aunque sea momentáneamente, su vida, sus hechos, y sus palabras hablan. ¡Y de qué forma! ¡Menuda sabiduría! Da igual que lo haga comentando una foto para un concurso, o en un trabajo de clase. Hablan con una inteligencia casi divina. Como la de todos nuestros hijos cuando les dejemos hablar. Y entonces nos daremos cuenta de lo que atesoran, y de lo que pueden hacer por la VIDA en mayúsculas. Habrá que dejarles hablar. No queda otra.


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