domingo, 22 de octubre de 2017

Lo que de verdad importa

La conocí hace cuarenta años. Fue un pilar crucial para mi madre cuando mi padre murió. Su nombre, imborrable como el de tantos otros: Araceli, Joaquín, Isabel, Antonio, Leandro, Conchi... Gente buena que siempre hizo dudar a mi madre de si acertó o no al mudarnos de Córdoba.
Apenas nos vemos. Pero el cariño y la gratitud no entienden de distancias ni de tiempo. Habitan en lo recóndito y alimentan las almas. Y el encuentro surge espontáneo cuando el abrazo apremia. Este jueves apremiaba. Y mucho.
Aprovechamos una revisión médica y fuimos a su casa. Siempre que voy allí me inundan los recuerdos. Objetos que mi madre y ella compraron juntas y que también adornaron mi niñez. Fotos familiares de gente querida que me cuidó de pequeño. Aroma de hogar.
Siempre he odiado ir a dar un pésame. Me cuesta pronunciar palabra. Probablemente aún tenga algún circuito escacharrado con eso. Pero con ella fue distinto. No íbamos a un compromiso social. Íbamos a una auténtica lección de vida. De esas que nunca se olvidan. De esas que derrochan belleza por todos lados.
No estoy acostumbrado a verla así. Con la lágrima incipiente. Con su preciosa sonrisa quebrada. Con la sensación de "pollo sin cabeza". Esta vez su entereza habitual titubeaba por momentos. Aunque no hubo ni un atisbo de rebeldía. Ni un indicio de sublevación. Y eso que un desenlace tan inesperado podría haberlos suscitado. Pero no. Aceptación. Gratitud. Suerte de tener una fe como la suya. Unos hijos y nietos como los suyos. Tanta gente que la adora. A ella y a él también. Tan prudente, tan atento, tan cariñoso... Saber estar en cada instante. Sin buscar el halago o la alabanza. La palabra justa. El gesto amable. Siempre.
Morir es ley de vida. La única condición para morirse es estar vivo. Y a todos nos va a tocar. Sí o sí. Aunque no queramos hablar de ello. Aunque miremos para otro lado. Aunque sea tabú. Antes o después todos pasaremos por ahí. Y la clave es cómo queremos que sea ese momento. Por nosotros y por los que se quedan. Yo, después de este jueves, lo tengo claro. Quiero irme como él. Con los deberes hechos.
Hablar de la felicidad con quien tiene setenta u ochenta años, y conocer sus claves en el atardecer de la vida es un auténtico lujo. Uno puede pensar que tras cincuenta y cuatro años junto a tu compañero de viaje, lo que más viene a la memoria son los grandes logros, las grandes hazañas, los momentos memorables. Pues no. Escuchar a Araceli enumerando multitud de gestos cotidianos, de momentos fugaces, y de situaciones ordinarias te reconcilia con el mundo. Quizás porque te das cuenta de que en lo pequeño está lo hermoso. Y que lo tenemos delante de las narices. En un abrazo. En una mirada. En un paseo para la compra. En un suspiro compartido... Y nosotros, quizás, ocupados en otros menesteres. Quizás preocupados por la cuenta corriente, por la limpieza de la casa, por el horario, por el jefe, por la hipoteca... Nos pasamos la vida buscando la felicidad y el sentido de la existencia fuera, lejos, y en lo grande. Y resulta que están dentro, cerca y en lo pequeño. Araceli y Joaquín lo han encontrado. Enhorabuena. Misión cumplida.



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