domingo, 29 de octubre de 2017

A una creencia de distancia

Puede ser casualidad o no, pero últimamente se nos han acercado personas con dolencias o enfermedades diversas, preocupados por su situación o la de sus familiares. Saben que hemos superado grandes escollos, y esto es como cuando estás embarazada, y sólo ves embarazadas por todos lados. Igual. Pero como nosotros no tenemos recetas mágicas, ni atajos para resolver nada, sólo podemos compartir nuestra experiencia real. Hay otras muchas personas que nos han contado las suyas, pero preferimos ceñirnos a las nuestras por tener sobre ellas un conocimiento directo e íntimo.


Odio acudir a la ginecóloga. Sé que debería hacerlo con periodicidad, pero lo odio. Es como si fueras un trozo de carne al que evaluar si está en buenas condiciones. Sin embargo, hace unos cuatro años sentí que algo raro sucedía, y que debía acudir sin falta. Me exploró con detalle y el diagnóstico fue más que preocupante: dos quistes de bastantes centímetros en el ovario izquierdo. Las distintas ecografías que me hizo no daban lugar a dudas. Y las palabras tranquilizadoras de mi doctora poco me aliviaban, la verdad. Eran tan grandes, que casi descartó otra posibilidad que no fuese la intervención quirúrgica. Sin embargo, y siguiendo el protocolo, trazó la estrategia a seguir: tratamiento de sustancias químicas vía oral durante un par de meses, y si no reaccionaban los quistes, intervención quirúrgica sin mayor dilación. Probé la opción de los químicos, durante algunos días, pero como ya le había anticipado a mi ginecóloga, el resultado no fue diferente a otras ocasiones: malestar, vómitos, desequilibrio generalizado en mi cuerpo... Así que decidí "coger el toro por los cuernos", dejar de lado las píldoras y preguntarme qué me estaba queriendo decir mi cuerpo en general y esos quistes en particular. Había leído que la enfermedad suele traer del brazo algún aviso, alguna llamada de atención sobre situaciones de la vida, o sobre traumas o somatizaciones actuales o del pasado. Así que decidí, con la ayuda de una gran amiga y maestra, hacer esa tarea de introspección. Era en la zona del segundo chakra, y esa zona suele tener que ver con el control, y con tenerlo todo bien atado. Ser madre trabajadora, con 3 hijos, y centenares de tareas en todos los frentes imaginables de la vida no suele ser muy compatible con el control absoluto de todos esos frentes. La vida ya me había dado un par de avisos con las circunstancias que me habían tocado vivir, pero ante la exigencia de cambio y flexibilidad, mi lado rebelde había dado la cara y se negaba a cooperar. Y es por ello que quizás algo se estaba cortocircuitando o bloqueando ahí. Quizás esos malditos quistes me estaban diciendo que debía relajarme. Quizás me estaban diciendo que las super-heroinas sólo existen en las películas. Quizás me estaban diciendo que debía empezar a darme más cariño y dedicarme más tiempo a mi misma. Quizás me estaba avisando de que debía rebajar el listón de mi exigencia de tenerlo todo perfecto. Quizás me indicaban que debía dejar de empeñarme en gobernar el barco  y aprender a navegar con la corriente. Me hice consciente de ello, y empecé a trabajármelo. En silencio. En mi interior. Creyendo con todas mis fuerzas que yo misma era capaz de superar ese trance. Que unas píldoras químicas nunca podrían hacer el trabajo que puede lograr nuestra fe y nuestras creencias. Dediqué más tiempo a la meditación diaria. Y me puse "a tope" con el reiki en el que acababa de iniciarme. Y tras un mes llegó el día de la revisión. Curiosamente iba más relajada. Tenía la sensación de que había hecho mis deberes, y que algo en mi interior había dado un vuelco. Quizás no era algo físico. O quizás sí. Mi marido y yo nos apretábamos las manos con fuerza en la sala de espera. Él muy preocupado. Yo, confiada, aunque sin ningún as en la manga en realidad. Lo que no podía imaginarme es que aquella cita sería histórica en la historia de mi vida. Apenas habían pasado unas pocas semanas del diagnóstico fatal, y la cara de la doctora no presagiaba nada bueno cuando le admití que había abandonado las píldoras a los pocos días. Pero su cara de contrariedad tomó otro cariz cuando me hizo la ecografía. La contrariedad se tornaba en perplejidad. Miraba la pantalla, miraba las fotos de las ecografías de tan sólo un mes antes, y decía: "No puede ser, no puede ser". Unos quistes de unas dimensiones tan grandes no podían desaparecer en tan sólo un mes, y sin tratamiento químico de por medio. Repitió la operación varias veces y en todas el mismo resultado: nada. Los quistes se habían esfumado. Como no las tenía todas consigo, llamó a su marido que estaba en una consulta contigua, también ginecólogo y especialista en imagen, y me introdujo una cámara para corroborar la "milagrosa" desaparición. Su diagnóstico fue el mismo. Nada de nada. El matrimonio de médicos se miraba y no daba crédito. Apenas articularon palabra. Mejor no buscar explicaciones. Nos fuimos abrazándonos como nunca. Sintiendo una gratitud inmensa. Y con la sensación de que había que aprender de la experiencia y compartirla. 
Poco después tuve otra prueba similar. Quizás de menor calado, pero también importante para mí. El dedo gordo de mi pie me llevaba dando la lata varios meses. El dolor era por momentos insoportable y, en ocasiones, me impedía caminar. Tras visitar a varios médicos el diagnóstico acabó coincidiendo: un quiste en dicho dedo. Sólo cabía intervención quirúrgica para extirparlo. Pero una operación en ese dedo nunca ofrece garantías de éxito, porque muchos acaban con cojera. Aproveché la experiencia anterior con  los quistes, y decidí escuchar a mi dedo gordo del pie. ¿Qué quería decirme? ¿Quizás que iba con demasiadas prisas por la vida? ¿Quizás que debía parar el ritmo frenético con el que iba de arriba para abajo atendiendo casa, hijos, trabajo...? Me puse manos a la obra. Meditación, reiki y tomé la mejor de las medicinas: "Decisiones al canto". Decidí dedicarme tiempo para nadar y hacer ejercicio. Y decidí cuidarme como me merezco. El dolor desapareció. Y el quiste del dedo al poco tiempo también.
Estoy convencida de que muchos pueden pensar que fue algo casual. Otros que hubo auto-sugestión. O que quizás la meditación o el reiki hicieron algún tipo de efecto placebo. La verdad es que me importa muy poco la explicación. Lo cierto es que salí airosa de esas circunstancias, y se pudo obrar un aparente milagro. ¿Esto significa que no hay que ir al médico? No. ¿Esto significa que no hay que tomar medicinas? Tampoco ¿Esto significa que podemos ser inmortales o solucionar absolutamente todas las enfermedades por nosotros mismos? Probablemente tampoco. Pero mi experiencia personal me ha dejado clarísimas dos cosas. La primera, que la medicina occidental va al síntoma, y no a las causas que nos traen las enfermedades, y es importante prestar atención  a ambas. Y segundo, que tenemos una capacidad gigantesca para curarnos a nosotros mismos mediante nuestras creencias y la escucha activa de nuestro cuerpo, haciéndonos conscientes de lo que quiere decirnos.
Es una suerte que ya hasta la ciencia lo diga. Desde Max Planck, considerado el padre de la teoría cuántica, con su "matriz" de energía explicando cómo el universo responde a nuestras creencias, hasta John Wheeler, colega de Einstein, y su universo participativo, en el que la conciencia  no sólo es importante, sino que es creativa. Desde Konrad Zuse y su realidad digital en la que todo está hecho de información más que de cosas, pasando por Seth Lloyd explicando que la historia del universo es un enorme y continuo cálculo cuántico, en el que los átomos actúan como los bits de información de cualquiera de nuestros ordenadores de casa. Y por supuesto Mandelbrot desarrollando las matemáticas fractales y el concepto de autosimilitud, evidenciando con ello que la naturaleza y el universo pueden ser el resultado de pautas creadas por un enorme programa cuántico que comenzó a funcionar hace mucho tiempo. Es una suerte que muchas teorías científicas empiecen por fin, y desde hace años a constatar (aunque sorprende que no se difunda más ampliamente) que nuestras creencias actúan a través del ADN como programas dentro de ese gran ordenador cuántico, igual que nuestra conciencia actúa como su sistema operativo. Y todo eso es una suerte porque si no, ¿cómo íbamos a poder explicar a quienes siguen anclados en la vieja ciencia, anterior a todos estos descubrimientos, unos aparentes milagros que no son tales? En casa nos encantan los documentales de ciencia, y nos apasiona el momento en el que vivimos en que muchas cosas que antes se consideraban esotéricas o espiritistas, ahora están siendo confirmadas por numerosos científicos, creando un bello puente entre dos amigos hasta ahora mal avenidos: la ciencia y la espiritualidad. Pero está claro que todo depende de nuestras creencias. Y si nuestras vidas se basan en lo que creemos, ¿qué sucede si nuestras creencias están equivocadas en su pesimismo, como lo ha estado la ciencia en tantos asuntos?
Yo, por si acaso, lo tengo claro. Me apunto al carro de gestionar mis creencias. Porque me he dado cuenta que estamos a una creencia de distancia de alcanzar salud o curación. De lograr retos utópicos. De romper moldes. Y tan sólo hace falta tener la certeza derivada de aceptar lo que pensamos que es verdad en nuestra mente y sentimos que es cierto en nuestro corazón. Muchos me preguntan cómo lo hago. Yo sólo tengo una respuesta: lo creo desde el corazón, no desde la mente. Y tomo decisiones implacables por mucho que cueste. Estoy completamente convencida de que la vida no está en mi contra, sino a mi favor. Y es por ello que le tengo profundo respeto y le doy las gracias por todo lo que me rodea. 
Ésta es una oportunidad única. Estamos a un paso de lograr  cualquier cosa que creamos en nuestro interior. Creer es crear.

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domingo, 22 de octubre de 2017

Lo que de verdad importa

La conocí hace cuarenta años. Fue un pilar crucial para mi madre cuando mi padre murió. Su nombre, imborrable como el de tantos otros: Araceli, Joaquín, Isabel, Antonio, Leandro, Conchi... Gente buena que siempre hizo dudar a mi madre de si acertó o no al mudarnos de Córdoba.
Apenas nos vemos. Pero el cariño y la gratitud no entienden de distancias ni de tiempo. Habitan en lo recóndito y alimentan las almas. Y el encuentro surge espontáneo cuando el abrazo apremia. Este jueves apremiaba. Y mucho.
Aprovechamos una revisión médica y fuimos a su casa. Siempre que voy allí me inundan los recuerdos. Objetos que mi madre y ella compraron juntas y que también adornaron mi niñez. Fotos familiares de gente querida que me cuidó de pequeño. Aroma de hogar.
Siempre he odiado ir a dar un pésame. Me cuesta pronunciar palabra. Probablemente aún tenga algún circuito escacharrado con eso. Pero con ella fue distinto. No íbamos a un compromiso social. Íbamos a una auténtica lección de vida. De esas que nunca se olvidan. De esas que derrochan belleza por todos lados.
No estoy acostumbrado a verla así. Con la lágrima incipiente. Con su preciosa sonrisa quebrada. Con la sensación de "pollo sin cabeza". Esta vez su entereza habitual titubeaba por momentos. Aunque no hubo ni un atisbo de rebeldía. Ni un indicio de sublevación. Y eso que un desenlace tan inesperado podría haberlos suscitado. Pero no. Aceptación. Gratitud. Suerte de tener una fe como la suya. Unos hijos y nietos como los suyos. Tanta gente que la adora. A ella y a él también. Tan prudente, tan atento, tan cariñoso... Saber estar en cada instante. Sin buscar el halago o la alabanza. La palabra justa. El gesto amable. Siempre.
Morir es ley de vida. La única condición para morirse es estar vivo. Y a todos nos va a tocar. Sí o sí. Aunque no queramos hablar de ello. Aunque miremos para otro lado. Aunque sea tabú. Antes o después todos pasaremos por ahí. Y la clave es cómo queremos que sea ese momento. Por nosotros y por los que se quedan. Yo, después de este jueves, lo tengo claro. Quiero irme como él. Con los deberes hechos.
Hablar de la felicidad con quien tiene setenta u ochenta años, y conocer sus claves en el atardecer de la vida es un auténtico lujo. Uno puede pensar que tras cincuenta y cuatro años junto a tu compañero de viaje, lo que más viene a la memoria son los grandes logros, las grandes hazañas, los momentos memorables. Pues no. Escuchar a Araceli enumerando multitud de gestos cotidianos, de momentos fugaces, y de situaciones ordinarias te reconcilia con el mundo. Quizás porque te das cuenta de que en lo pequeño está lo hermoso. Y que lo tenemos delante de las narices. En un abrazo. En una mirada. En un paseo para la compra. En un suspiro compartido... Y nosotros, quizás, ocupados en otros menesteres. Quizás preocupados por la cuenta corriente, por la limpieza de la casa, por el horario, por el jefe, por la hipoteca... Nos pasamos la vida buscando la felicidad y el sentido de la existencia fuera, lejos, y en lo grande. Y resulta que están dentro, cerca y en lo pequeño. Araceli y Joaquín lo han encontrado. Enhorabuena. Misión cumplida.



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domingo, 15 de octubre de 2017

La palabra adecuada

(English version)
Pensábamos que estaríamos solos. A fin de cuentas una charla de un lama tibetano no parece el plan más fascinante del mundo para una tarde de domingo. Sin embargo, cuando llegamos, la sala estaba totalmente abarrotada, al igual que el hall de acceso, y hasta la puerta del propio edificio. Quizás haya más gente de lo que pensamos en búsqueda de un mundo diferente para vivir. Dudamos, incluso, en marcharnos ante tal multitud. Pero nos quedarnos a escucharle a través de la pantalla de la entrada. Apenas habíamos oído hablar del Lama Gangchen Rimpoche, al que llaman Lama Sanador. Pero cuando Juanmi y Mariló nos avisaron desde Sevilla, nos dejamos llevar. Hace tiempo que abrimos las puertas de par en par a los portadores de verdad, aunque sean de culturas y tradiciones muy distintas a la nuestra. Y no defraudó.
Uno espera al escuchar a un representante de alguna religión o espiritualidad una cierta dosis de proselitismo. Quizás la fuerza de la costumbre. Nada más lejos aquel día. Las cebras no intentan convencer a las jirafas de que cambien su naturaleza. Ni los árboles a las piedras. Cada uno tiene su verdad y respeta la del otro. Aquel lama tampoco. Su mensaje iba tan sólo a reforzar lo que ya fuéramos: cristianos, judíos, protestantes, musulmanes, budistas, agnósticos o ateos. Daba igual. Porque era algo tan sencillo y tan básico que debía estar antes de cualquier planteamiento religioso o espiritual. Eran actitudes de preescolar. Algo tan sencillo que quizás todas las religiones lo obvian. Y así nos va. Suele pasar que lo más revolucionario suele ser lo más elemental.
Aquel anciano vestido de naranja sin un pelo en la cabeza y con barba poblada venía a darnos las claves de la sanación: utilizar nuestros cinco sentidos corporales y nuestra mente de una forma adecuada. Toma ya. Y uno a uno los fue desgranando. Al mirar. Al tocar. Al oir. Al pensar. Sin embargo, donde más se detuvo fue en la palabra. Quizás fue casual. O quizás fue porque precisamente vivimos tiempos convulsos donde la palabra amable o el diálogo cariñoso parecen estar en franca retirada.
Aprendemos millones de cosas a lo largo de nuestra vida. Cosas encaminadas en muchos casos a conseguir un trabajo y "ganarnos la vida". Pero apenas tenemos educación de cómo usar la palabra para crear relaciones fructíferas y un entorno de paz a nuestro alrededor.  Y sin embargo todos hemos tenido experiencia de que cualquier palabra dolorosa que nos dice algún ser querido se nos queda clavada dentro,aunque se pronunciara hace años, siendo fuente incluso de trastornos psicológicos. ¿Estamos contagiados de la cultura de violencia que se vive en tantos medios de comunicación, y en tantos entornos sociales? Con demasiada frecuencia usamos el castellano con violencia para golpear al otro. Y con ello nuestro bello idioma se deprecia y nos acaba destruyendo y empobreciéndonos a nosotros mismos. Da igual si pensamos que está justificado o no. La palabra violenta o airada, en el fondo, nunca está justificada realmente. Usar la palabra de forma errónea es más dañino que un arma de fuego, y el dolor y el sufrimiento que se crean son enormes. Y sin embargo, sólo hace falta un poco de atención y consciencia cuando abrimos la boca. Sólo es necesario observar cómo la forma en que hablamos acaba mediatizando nuestro entorno y las vibraciones que en él hay. Sólo es preciso hablar de forma tierna y delicada, pensando siempre en el interlocutor. A fin de cuentas, ésa es la expresión máxima de generosidad: el hablarnos de una forma delicada unos a otros, sin vernos condicionados por lo que recibimos de los demás. La generosidad suprema no es dar bienes materiales, sino transmitir aprecio y delicadeza por el otro. La tarea está clara: que nuestra vida, desde la mañana a la noche, sea delicada en el hablar y delicada en el escuchar; que nos expresemos de forma cariñosa.
Cuando el entorno es el que es, la cosa quizás no sea tan fácil. A veces nos falta tiempo para respirar y hacernos conscientes de cada momento. O a veces nos falta paciencia. O simplemente capacidad de distanciarnos un poco de lo que nos rodea. Pero es bueno que haya gente, como este simpático Lama, que nos recuerde que nuestra palabra nos puede llevar en la dirección de la iluminación, dando valor a cada instante, a cada momento. Hasta un niño puede entenderlo.
Es curioso: varias veces durante la conferencia sentí estar ante un niño jovial en lugar de ante un venerable lama tibetano. Sus aspavientos, sus  bromas, sus muecas, y el colofón final haciendo que todo el auditorio le cantara al unísono alguna canción andaluza no daban lugar a dudas. Estábamos ante la sencillez de un niño en el cuerpo de un sabio anciano. Maravillosa combinación. Ya se sabe: "dejad que los niños se acerquen a mí". Habrá que ponerse bocas a la obra. Ya tenemos deberes para los próximos cincuenta o sesenta años.

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sábado, 7 de octubre de 2017

Roles y banderas

Nunca he sido de ondear banderas. Había una, sin embargo, que me fascinaba. La sacaban a pasear en las fiestas del pueblo de mis abuelos, Cabra, una vez al año. Era una bandera enorme, que paraba en plazas y esquinas para ondear al ritmo del tambor sobre las cabezas de los chiquillos, agachados bajo aquel estandarte. Nos encantaba. Y nos fascinaba que su portador pudiera ondear algo tan grande sobre nosotros. He vuelto a ver la bandera, ya de adulto. Y realmente no era tan grande ni tan majestuosa como yo la veía entonces. Pero de niños todo se agranda. Quizás también a veces de adultos.
Con la experiencia de nuestros hijos en Estados Unidos, también la bandera nos ha hecho reflexionar. Allí es un símbolo que suscita el máximo respeto. Nos envían vídeos de cualquier evento deportivo, hasta del último pueblecito del país, y ante el izado de la bandera, todo el mundo se levanta, se produce un silencio sepulcral, y con la mano en el pecho, todos cantan al unísono el himno. Es cierto que es una sensación que emociona. Conmueve ver a tanta gente con ese fervor patriótico y en cualquier acto. Aunque al ser una cosa tan programada en las escuelas desde niños, siempre te planteas qué parte es de sentimiento compartido, y qué parte de mecanismo de aborregamiento y dominio colectivo. Probablemente la clave esté en si rompe la esencia común de los seres humanos y nos lleva a excluir al otro, o no.
En el balcón de casa sólo hubo una ocasión en que ondeó una bandera. Y fue por una apuesta. Prometimos a Pablo que si la selección española llegaba a la final del Mundial, pondríamos una. Los desastrosos antecedentes futbolísticos eran propicios para los padres. Pero ganó el hijo y hubo que cumplir. Lo vivimos con alegría, con cierta guasa, y nunca con esa sensación de alzamiento y casi de ambiente pre-bélico que estamos sintiendo estos días en las calles y en las redes sociales.
Ayer me escribió una gran amiga de la carrera. Su hermana vive en Barcelona, y tiene a la familia preocupada por la situación actual en Cataluña. Su mensaje me sorprendió. "¿Podrías lanzar un mensaje o gesto que apelara a lo que nos une y no a lo que nos separa en la situación tan triste que tenemos en España? Creo que todos estamos instalados en la convicción de que "los otros" nos odian y que las redes sociales no están contribuyendo para nada a tratar de combatir esa convicción que considero profundamente errónea". Nos alagó su petición. También nos preocupó un poco. A veces pensamos que hablamos con nosotros mismos cuando escribimos. Pero hay gente muy pendiente al otro lado. Gente permeable y también en búsqueda de un mundo diferente ¡Menuda responsabilidad!  Desde hace días pensábamos escribir sobre la cuestión. Ese mensaje ha sido el mejor detonante.
No existen recetas ni varitas mágicas para resolver situaciones tan complejas como las que están pasando en Cataluña. Pero lo cierto es que lejos de ser un problema de políticos o de medios de comunicación, nos interpela profundamente a todos. Y lo hace porque en el fondo, nos obliga a tomar partido. A favor o en contra. De una bandera o de otra. De los míos o del enemigo. Es lo que tienen las banderas y las fronteras: que te obligan a decantarte tarde o temprano, cuando surge el conflicto. Precisamente para eso se crearon. Y aunque sea una cuestión tan ficticia y tan mental, ¡vaya que si les funciona el truco! Sirve para distraer la atención de millones de personas hacia el adversario, mientras el prestidigitador de turno, escabulle sus vergüenzas, sean de corrupción, electorales o de cualquier índole. Está en el manual de cualquier dirigente. Pasó con las Malvinas, pasó con el islote de Perejil, y por supuesto pasa ahora con Cataluña en ambos bandos.
A fin de cuentas es una cuestión de roles. Yo, por ejemplo, tengo multitud de roles en mi vida. Todos, cual malabarista, llevados de forma simultánea. Puedo ser madridista o barcelonista. Puedo ser monáquico o republicano. Puedo ser profesora o trabajar en Hacienda, en lo privado o en lo público. Puedo ser presidente del AMPA del colegio, o tesorero de una asociación de vecinos. Puedo ser de izquierdas o de derechas. Puedo ser católico, agnóstico, ateo o de cualquier otra creencia religiosa. Puedo ser padre o hijo, madre o hija, abuelo o nieto. Y puedo desempeñar muchos de esos roles de forma simultánea. El problema es cuando uno de ellos, incluso el de padre o madre, se apodera de nuestra identidad y nos hace perder el equilibrio. Y nos acabamos definiendo por ese rol, olvidando que somos mucho más y muchísimas cosas más que eso. Y es entonces cuando ese rol que nos fagocita poco a poco nos obliga a defender cosas que nunca habríamos defendido de forma equilibrada. Y nos obliga a enfrentarnos al otro. Y nos fuerza al insulto o al desprecio. Y nos lleva a defender lo indefendible. E incluso a practicar sinónimos o antónimos imposibles: unidad con uniformidad, igualdad con igualitarismo, diversidad con separación... Sea de un rol o de otro. Si eres Rey o Presidente de Gobierno o de la Generalitat, el rol es tan acaparador que te tocará decir y decidir cosas impensables bajo otro rol. Pero, ¿hasta qué punto debemos estar los demás dispuestos a dejarnos llevar por ese proceso? Nosotros lo tenemos claro: hasta que exista peligro de perder el equilibrio. Hasta que suena la alarma, y vemos que las conversaciones del café suenan a disco rayado. Hasta que tus vibraciones y tus energías se ven soliviantadas por esa energía colectiva de pugna y enfrentamiento. Es ahí cuando toca quitarse la careta del rol y decir "basta". Y puede que toque desenchufar la "tele". Puede que toque no "entrar al trapo". Puede que toque decir "NO". O puede que toque sentirte bajo la bandera del abrazo o la bandera blanca, más que por alguna de las otras banderas que, como zanahorias o como señuelo, se usan para controlarnos a las masas.
A veces para un actor o una actriz no hay nada peor que un papel de una película o una serie que acabe dominándote. Que se lo digan a Daniel Radcliffe encarnando a "Harry Potter" o a Michael Landon en "La casa de la pradera". Acaban siendo prisioneros de un papel, que les impide crecer como actores o actrices en otros registros cinematográficos. Y muchos acaban expresando su hartazgo con el dichoso "papelito" que tantas glorias les trajo algún día. Pues quizás a nosotros nos pase algo parecido. ¿Quizás tu papelito de monárquico o republicano, de izquierdas o derechas, de español o catalán te está llevando a un desequilibrio últimamente? Háztelo mirar. Por el bien de tu libertad y de tu equilibrio. Los países, las fronteras, las banderas, los reyes y los parlamentos son de hace tres días, como el que dice. Y puede que no sean eternos. Las ideologías y los sistemas políticos se crearon para eso: para colgar cartelitos en las personas, y que éstas actúen conforme al rol de cada cartelito. Y quizás toque actuar mejor por principios y por fraternidad. Es lo que verdaderamente nos une a todos. Más que las ideologías.

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